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Lo que se viene

Flores en el asfalto




En Medellín lo sagrado y lo profano se unen y es posible encontrar situaciones contrastantes en pocos metros. Ese es el caso de Barbacoas, una calle ubicada en el centro de la ciudad, muy cerca de donde se erige una de las edificaciones más impresionantes de la ciudad: la Catedral Metropolitana, una de las construcciones hecha en ladrillo más grandes del mundo; el mismo sitio donde el Arzobispo de Medellín presidió la beatificación de la colombiana María Berenice Duque. Además, esta calle desemboca en el Parque Bolívar, que vio el esplendor de la urbe en la primera mitad del siglo XX y donde se ubicaron algunas de las casas más elegantes y de los personajes más adinerados de la ciudad.


Pero las ciudades cambian y sus usos también. En la segunda mitad del siglo XX Medellín se transformó por la migración de personas del campo, unos buscando mejores oportunidades, otros huyendo de la violencia. Aunque esto es otro cuento, no se puede pasar de alto como un dato que explica lo que pasó con el centro, lo cual posibilitó que emergiera esta calle con nombre de cocina a la parrilla. Pero, a decir verdad, a Barbacoas le han dicho de muchas maneras: la calle del pecado, la calle del calzoncillo, la calle de las locas, el Bronx de Medellín, y quién sabe de cuántas más formas que aluden al imaginario y también a la realidad de la 57A. Quizás la forma más bella de describirla va más allá de estos apelativos y tiene que ver con la frase con la que uno de los niños habitantes del sector, la caracteriza:


Barbacoas es el lugar donde las flores crecen, incluso al haber sido plantadas en el terreno más hostil.


Un panorama variopinto




Al entrar a Barbacoas en el día, el olfato se ve asediado por una multitud de olores que surgen de las pescaderías, las bodegas donde guardan las ‘chacitas’ de la calle y las distribuidoras de termos de tinto para todo el centro de la ciudad. Huele al almizcle de las paredes que han sido orinales por muchos años, a trago trasnochado y a cigarrillos apagados en los pisos de las cantinas. Pero hay que aclarar que esto es en el día, porque la vida de este sector en la noche es distinta, los oficios cambian y, por tanto, los olores también; sin embargo, otras crónicas ya han dado cuenta de esto.


Y es que al indagar sobre Barbacoas, la gente encuentra quizás todo lo que aquí se ha dicho, pero además, se enfrenta a relatos cuyos protagonistas son transexuales, homosexuales, prostitutas o vendedores de vicio. Adultos, en su mayoría, los cuales, además por muchos años han sido perseguidos y han sido víctimas del abuso policial pero también de la condena y la exclusión del resto de los habitantes camanduleros de Medellín y por eso han buscado un lugar donde escapar de esto. Así, desde los años 80, Barbacoas es un refugio en donde efervece la vida nocturna de Medellín, quizás impulsada por las aguas de la quebrada La Loca, que corren por debajo de su pavimento.


Y sí, toda esta población habita o frecuenta el lugar, pero no son los únicos. Aunque parezca increíble allí también moran niños, niñas y adolescentes que crecen en ese ambiente precario y sin mucho que ofrecerle a la infancia; porque aunque han pasado casi 40 años desde que empezó esta dinámica, el sector sigue siendo el mismo pero, así como Medellín, también ha cambiado mucho, según cuenta Jorge Alberto Restrepo, conocido como “El Gallero”, quien relata cómo uno de los aspectos que dan cuenta de esa transformación es que en los últimos años se ha dado el ingreso masivo de población migrante a la ciudad, especialmente venezolana buscando también un refugio que muchos encuentran en Barbacoas. Y una de las razones para esto es que en Medellín no es barato ni fácil arrendar un lugar digno para vivir; por esto, la calle se ha convertido en una alternativa para las familias con bajo presupuesto que pueden pagar una habitación por $20.000 o $25.000 la noche, sin necesidad de papeleo.


Así, diversas familias llegan a vivir en lugar o a habitarlo por unos días, unos meses o por años, como dice Teresita Rivera Ceballos, gestora cultural y directora de la Corporación Ítaca, una organización que se creó, precisamente, al ver que dentro de la población tan variopinta que se encuentra en el sector, hay una cantidad impresionante de niños y niñas que viven en diversas situaciones: algunos encerrados en sus casas mientras sus padres están en sus ocupaciones que, en su mayoría, son empleos informales; otros dentro los prostíbulos pasando el día, otros en las calles -algunas veces jugando, otras trabajando- y otros dentro del pasaje comercial Juanambú. De este modo, Teresita y otros amigos, fundaron y mantienen en pie Ítaca, desde donde buscan desarrollar algunas actividades formativas y recreativas con estos chicos que reconocen en ella, El Gallero y el artista Jorge Zapata, sus referentes de vida y por eso, están plasmados en la mitad del mural que no solo decora esta calle, sino que da cuenta de la memoria que allá se inscribe: sus personajes, actividades y mensajes.


Otras posibilidades


Barbacoas de día no está muerto, como se podría pensar frente a una calle conocida por su vida nocturna. Teresita Rivera, Jorge Zapata y ‘El Gallero’ lo recorren lo habitan y distinguen a sus moradores que los saludan con afecto. Ellos conocen sus dinámicas y también a quienes, desde adentro, intentan darles un lugar a la infancia de la calle. Dentro de ellos, está doña Dolly, una de las habitantes del sector quien se ha convertido en una líder; ella sabe de la energía que se esconde tras cada puerta y al lado de cada puesto de ventas informales. Por eso, cada sábado, pasa convocando a niños, niñas y adolescentes para que puedan salir de sus casas y, a su vez, salir de la calle. En otras palabras, se esfuerza por brindarles un espacio a aquellos que quieran hacer algo distinto y que involucre el aprendizaje.


Fue así como, cuando Casa Tres Patios contactó a Teresita, desde su interés de ejecutar el programa R3Cre0, para trabajar desde la creatividad, la curiosidad y el desarrollo del pensamiento crítico, con niños, niñas y adolescentes, esta gestora cultural no dudó un segundo en tender el puente con doña Dolly quien, desde ha acompañado al equipo a recorrer las calles de Barbacoas a sumar a estos chicos y chicas que quieren pasar la tarde del sábado entre cantos, dibujos y reflexiones sobre su entorno. Y ella es clave porque en Barbacoas las personas conocen bien sus cuadras, quién las frecuenta y quiénes no son usuales; y doña Dolly sabe que para entrar allá lo mejor es ir al amparo de algún conocido, como ella, porque quizás, alguien pare a los extraños, les pregunten, les cierren el paso, les ofrezca otros servicios o los intimiden.


Cada semana, al despuntar la tarde, el grupo de R3Cre0, conformado por pedagogos profesionales y en formación, así como de una psicóloga, pasa por los puestos de jugos, bisutería, zapatos, ropa o, incluso, sustancias psicoactivas, que quedan afuera del centro comercial Juanambú, recogiendo a aquellos niños y niñas que van al taller a ser eso: niños y niñas. Parece una frase sin sentido, pero es que en Barbacoas aquel que tiene ocho años es casi un adulto, porque su contexto los ha obligado a crecer rápido para sobrevivir y para que, como ellos expresan, “no se las monten”; también para ayudar a sus papás desde lo económico o porque consideran que mostrarse maduros es la mejor manera de colaborar en su casa donde muchas veces, también deben hacerse responsables por los más pequeños.


Por eso, dos horas a la semana en las que pudieron ser niños parece poco pero, como lo afirma Teresita Rivera, es muy relevante para estas personas que, además, tienen una carga emocional tan pesada que a veces los hace ver cabizbajos o que los hace estallar. De ahí que, según Anny Orejuela, psicóloga y una de las talleristas del Programa, en los encuentros se da un poco de caos, pero uno controlado o, mejor dicho, intencionado, donde los niños pudieran cantar, gritar y correr, pero con un propósito claro: desarrollar la creatividad, el pensamiento crítico, la curiosidad y habilidades socioemocionales.


Un sábado en Barbacoas





Doña Dolly y los talleristas recogen a los niños en sus casas o en la calle; a esa hora, las dos de la tarde, los bares o cantinas ya están activos, las prostitutas caminando por la calle y, los demás, activos en sus puestos informales. Por allí empieza el movimiento; el chico que estaba ofreciendo un kilo de tomates se une a la comitiva, el dueño del prostíbulo abre la puerta y llama a las niñas que salen para el taller; luego, del edificio cercano al puente, sale otro grupo de niños que está al cuidado de un padre de familia y todos se encaminan al pequeño espacio dentro del centro comercial Juanambú, donde hay otros infantes esperando a que empiece la conversación y el juego.


Hoy toca jugar al tiburón, una actividad de activación para que los niños y niñas canalicen todas sus energías y se dispongan a las demás actividades. Parece una metáfora de sus vidas ese juego: ellos viven en una isla pequeña al acecho de los tiburones que, cuando los atacan, los transforman en otros tiburones.


Luego hay que concentrarse, cada uno debe pasar una pequeña pelota de tela por las manos de los demás hasta llegar al último. Se ve sencillo, pero la acción requiere concentración, agilidad y también buena comunicación para lograr la meta. Los chicos ríen y se empeñan en la tarea a la par que ríen y se permiten distraerse de la realidad, de la hostilidad.


Queda una última actividad: hay que hacer un bus, construir un medio de transporte para viajar por el centro comercial a entrevistar a los adultos que habitan el espacio. Son 20 niños que, por grupos, empiezan a tomar decisiones sobre el color y la forma del vehículo, pero también sobre la música que sonará cuando arranque. Ellos no lo saben del todo, porque la práctica será la que dé cuenta de eso, pero la idea es que puedan tener una relación más cercana con los adultos que los rodean, que bajen la guardia y los temores para hablar de las cosas que les pasan, para poner atención a su mundo y ser más curiosos frente al lugar que habitan y frente a las personas que ven todos los días.


El viaje apenas empieza porque está todo por hacer. Mientras tanto los talleristas acompañan y toman nota mental de las conversaciones que surgen entre ellos para entender mejor su contexto y proponer actividades cada vez más pertinentes:


- “Yo le guardo los celulares a mi amiga, es que ni pa’ qué traen un Iphone, hay que desbloquearlo y eso termina saliendo más caro que lo que le dan por él”.

- “Todos los hombres son malos, ellos no quieren sino ‘quitarle la cabeza a uno’”.

- “Profe, a usted le falta mundo”.


Esta colección de frases sueltas son poderosas porque dan cuenta de esta realidad que no se termina de escribir y que ahí sigue, pero, por eso mismo, nadie dice que el final ya esté dictado. Así, el sueño de cada sábado es hacer que, precisamente, en el terreno más hostil también crezcan flores, aquellas que estén dispuestas a salir de los patrones, de los lugares comunes por los cuales se conoce a Barbacoas y así poder habitar el mundo de manera más amable, más colorida, en esa calle fascinante: Barbacoas.


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