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Juntarse es resistir


Por: Carolina Campuzano B.


La solidaridad puede definirse de diversas formas. En el caso de lo que ha vivido una ciudad como Medellín puede entenderse como una práctica social que mueve a las personas a actuar a favor de otro. En la urbe, esta práctica se ha vuelto parte de la vida de muchos barrios que han resistido a la violencia, a la ausencia del Estado y la carencia, es decir, se han emprendido acciones solidarias en momentos en los que se percibe una situación como problemática e injusta en un territorio.


Hace 30 años, en 1991, Medellín era catalogada como la ciudad más violenta del mundo; ese año se registraron 7.273 asesinatos, es decir, un aproximado de 266 homicidios por cada 100.000 habitantes, el lapso más difícil de su historia.

El anterior fue en ese panorama que la solidaridad, que ya existía en muchas comunidades especialmente de la periferia, se reafirmó como un escenario de posibilidad para reivindicar los derechos, como alternativa frente a las situaciones injustas que se estaban viviendo y que ratificaba la importancia de lo que ya se venía haciendo desde mediados del siglo XX en barrios de la Zona Nororiental: superar desigualdades y atender al dolor de los demás.


En esos barrios la historia de solidaridad había empezado a partir de 1948 con el asesinato del líder político liberal Jorge Eliécer Gaitan, el cual detonó una onda de conflictos en todo Colombia y, sobre todo, en las zonas rurales. Ese periodo conocido como “La violencia” provocó desplazamientos forzados de miles de personas que llegaban a las ciudades buscando refugio y formas de continuar con sus vidas. Quienes arribaban a estos territorios se daban cuenta de que lo único que existía era un trazado informal del espacio, producto de la división que hicieron los dueños de unos lotes, es decir, no había acueducto, alcantarillado, centros de salud o escuelas y cada vez llegaba más gente: en solo 10 años se estimaba que ya 183.813 personas vivían en esos asentamientos informales, 15 mil de ellos en el Popular (Comuna 1).


Fue gracias a la solidaridad que se desarrollaron las comunas de la zona nororiental, las cuales se convirtieron en un modelo paradigmático de esta ciudad.

Una de las primeras maneras en las que se consolida la solidaridad entre estas personas que venían de diferentes municipios, fue a través de las construcción de obras comunitarias, pensadas para el bien común, desde las calles hasta el acueducto y alcantarillado, que se dieron gracias a la la organización de la población y la gestión de recursos que los líderes realizaron.


Un desafío a la injusticia


Históricamente dentro del país que ha tenido una tradición católica, hay una manifestación paradigmática de solidaridad que se consolidó con el movimiento de la Teología de la Liberación, que apareció como un desafío a la injusticia y bajo el principio de “liberar al pobre” y entender la corresponsabilidad que existe entre los hombres para, precisamente, poder ser hombres.


En Medellín, por ejemplo, se gestionaron muchas acciones comunitarias bajo esta corriente y encabezadas por sacerdotes que marcaron hitos en la ciudad como Federico Carrasquilla, Guillermo Buitrago o Vicente Mejía, quienes centraron su trabajo con las comunidades de escasos recursos y que más que como curas son reconocidos líderes promotores de la solidaridad en estos lugares.


Bajo la dirección de estos sacerdotes y la unión de las personas, surgieron organizaciones de trabajo en colectivo que procuraban el bienestar de quienes habitaban los barrios más vulnerables, como: Cooperativa Integral Popular, Fundación para la Educación Popular y la Pequeña Industria, la Asociación Popular de la Industria y la Confección, la Institución Educativa Federico Carrasquilla, entre otros. Asimismo, ellos no permitieron que los agentes del Estado, como la fuerza pública, sacaran a la gente de sus territorios: “Si ellos nos tumban uno, construimos dos; ellos tumbando y nosotros parando”.


Ph. Manuela Vargas


Asimismo, en Colombia, muchos de estos actos de solidaridad se han visto en prácticas de trabajo colectivo y comunitario como la minga, el convite, mano prestada, etc., las cuales son expresiones diálogo social que, incluso, también han ayudado a dinamizar economías que abarquen lógicas distintas a la monetaria.


Este impulso para construir en colectivo tiene que ver no solo con el compartir las mismas vulnerabilidades como la pobreza, la exclusión social y económica, el desplazamiento forzado y la debilidad institucional; si no también porque la reciprocidad que implica la solidaridad, de alguna manera, establece o refuerza un lazo social entre los individuos que hacen parte de un territorio.


En los actos solidarios se da la posibilidad de que las personas se sientan valiosas, reconocidas y, en últimas, que sus potencialidades o sus particularidades sean tenidas en cuenta como aporte a la construcción de un mundo común, como lo plantean Yicel Giraldo Giraldo y Alexander Ruiz Silva en el texto: La Solidaridad: Otra forma de ser joven en las comunas de Medellín.


Unión y resistencia


Lo planteado anteriormente también tiene que ver con que en estas comunidades surge la solidaridad, legítimamente, como una forma de resistencia desde la cual se lucha contra el silenciamiento, la invisibilización y la exclusión a la que han estado sometidas en la ciudad. Juntarse es resistir, estar y actuar juntos; es poder reconocerse, identificarse.


Esto último, por ejemplo, tuvo mucha fuerza en Medellín donde, en muchos barrios los grupos juveniles y otras iniciativas artísticas surgieron como una alternativa para quienes querían ser reconocidos sin tener que involucrarse en las dinámicas violentas de sus contextos, como pasó con Jorge Blandón, quien después de pasar por este proceso colectivo cuando era joven y con los aprendizajes que luego obtuvo en su paso por la Universidad, fundó en 1987 fundó la Corporación Cultural Nuestra Gente, que pretendía como él lo dice: “exorcizar la violencia de la esquina, de la calle, del barrio” y que se convirtió, con el paso del tiempo, en un espacio intocable para los grupos armados el cual pudo sobrevivir y mantenerse en pie gracias a la solidaridad de la gente y la fuerza del arte, en este caso, del teatro.


Otro ejemplo de esto es el artista Fredy Serna, quien creció también la Zona Nororiental de Medellín y que se dio cuenta de que lo suyo no era solo hacer lienzos inspirados en el paisaje de las laderas y barrios de la ciudad, sino salir a las calles a hacer murales como un llamado a intervenir el espacio público.


"Cuando uno interviene el espacio público, eso tiene que ver con todos”
Fredy Serna, artista

Dar, recibir y retribuir son los tres principios de la solidaridad que, además, presupone poder establecer relaciones horizontales con los demás; esto implica cuestionar las jerarquías, valorar las capacidades de los otros y creer en la fuerza de la acción colectiva. Esta última es clave porque parte de la reciprocidad, la cooperación voluntaria y el compromiso y deriva en la formación de movimientos sociales que pueden, a su vez, resistir a las injusticias, procurar cambios necesarios para la sociedad y construir comunidad.


Lo que caracteriza a los movimientos sociales hoy es precisamente que “sus prácticas de resistencia, de redefinición de la vida política, pública o cotidiana, se estructuran en torno a las condiciones y cartografías por las que el poder actual se vehicula”, como plantea el investigador Israel Rodríguez Giralt. En el caso de Colombia en el último año, muchos parten de reivindicar la empatía para generar redes de solidaridad en torno a problemáticas comunes como la pandemia o las injusticias sociales y gubernamentales.



P.h. La Nueva Banda de la Terraza


Así, algunos grupos como La Nueva Banda de la Terraza empezaron a hacer algo parecido a lo que hizo Fredy Serna: usar los muros para llamar la atención sobre las situaciones difíciles e inhumanas que se estaban viviendo, solo que ellos en vez de un pincel, usaron un proyector de imágenes y las redes sociales para decir #AisladosPeroNoCallados; otros, como estudiantes y docentes de las universidades públicas se juntaron para hacer “ollas comunitarias” en barrios en los que muchos de sus habitantes, por la cuarentena, estaban pasando hambre.


Esto mismo sucedió durante el Paro Nacional de 2021 donde muchas mujeres, madres y otras personas hicieron del cocinar su manera de unirse a la protesta: sumar fuerzas, ingredientes y esperanzas, como es el caso del grupo Cocina como Acción Social.


Todos ellos han sido ejemplo de que la solidaridad, como forma de resistencia, también se basa en el uso de nuevos lenguajes y gramáticas que crean nuevas relaciones y diversos sentidos; y esto es posible a través de diversas expresiones artísticas tanto plásticas como escénicas e incluso gastronómicas, con las cuales se puedan amplificar los mensajes que claman por la justicia social.


Esto último se evidenció en el estallido social en Colombia en 2021 en el que el arte se convirtió en una de las principales maneras de convocar y sensibilizar frente a la dura situación que se estaba viviendo: la presentación de una reforma tributaria injusta a raíz de la caída del PIB en el contexto de la pandemia, la pobreza y desigualdad que no permitían a las personas responder al alza de impuestos propuestas, la corrupción del sistema y la violencia policial.


A través de prácticas artivistas como cartelismo, graffittis, performance, presentaciones musicales y comparsas en las marchas, se generaron espacios de encuentro los cuales al permitirle a la gente juntarse en el espacio público y reconocer los elementos comunes que tenía, se posibilitó el formar redes de solidaridad que antes no existían o que estaban resentidas.


Los obstáculos para la cooperación


Aunque Medellín es un caso paradigmático de solidaridad, también hay que mencionar que en muchos casos, la cooperación se encuentra debilitada, como sucede en algunas comunas de la urbe, como se expresa en los Planes de Desarrollo Locales. Por ejemplo, en uno de estos documentos que hace referencia a la Comuna 11 y 14 de Medellín, aquellas donde se encuentran las personas con mayor capacidad adquisitiva, consigna que es muy evidente la “Carencia de participación ciudadana en los procesos y dinámicas sociales”.



P.h. Archivo C3P

Sin embargo, las condiciones socioeconómicas no son los únicos factores que inciden en que se consoliden o no redes de solidaridad. En Colombia, uno de los obstáculos más grandes para la cooperación, para involucrarse en lo común, ha sido la desconfianza.


Según la encuesta realizada a principios de 2020 por el programa de Alianzas para la Reconciliación de la Agencia de los Estados Unidos (Usaid) y Acdi-Voca, los colombianos solo confían en altas proporciones en su familia y la mayoría cree poco o nada, en las instituciones sociales del país, tales como el Gobierno, los medios de comunicación o el Ejército. Y lo que es más grave aún, solo el 4,8% de los encuestados confía en sus vecinos, el 16,9% confía en la mayoría, el 56,6% confía en pocos y el 21,8% no confía en ninguno.


Así, en un contexto en el cual se percibe a los otros de manera negativa se obstaculiza la realización de acuerdos, la resolución pacífica de conflictos y, en general, la acción colectiva. Por eso, en estos momentos y ante dichas situaciones, es clave que desde las organizaciones sociales, artísticas y culturales puedan generar espacios de encuentro para pensar lo común y en donde se pueda recuperar la confianza que se ha perdido en el otro, pues esto permitiría reconocer a los demás como pares que tienen derecho a la palabra, a la participación, y así construir, incluso, desde la diferencia, una sociedad más justa en donde se trabaje por borrar las inequidades y las violencias.




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